Escuché recientemente a un sacerdote decir que la Virgen María es el Arca de lo imposible. Y me pareció una definición lúcida. Porque María, como esas grandes arcas que servían antes en las casas para guardar tesoros, acogió en su vida dos imposibles humanos: su maternidad divina y su perpetua virginidad. Madre de Dios y Madre-Virgen. Tenemos tan asumidos esos dos pilares de nuestra fe que los repetimos, incluso a diario, sin pararnos a contemplar, por un lado, la grandeza de Dios que esconden y, por otro, las implicaciones que tienen para nuestras vidas.

Icono bizantino (ca. 600) Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí.

Icono bizantino (ca. 600) Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí.

 

Delicada petición

La grandeza de Dios, porque sólo Dios puede realizar obras que superan lo que nuestra razón concibe. Las realiza, además, sin esfuerzo alguno y en silencio, sin ruido, con la naturalidad del que es por sí mismo sin necesidad de que otro le dé el ser, con la facilidad del que cuenta el número de las estrellas y les pone nombre (Sal 147,4) y con la delicada discreción de quien, siendo quien es, pide humildemente permiso para irrumpir en su creación. Casi nadie se enteró, de hecho, pero en un segundo real e histórico Dios llevó a cabo algo que supera nuestra limitada racionalidad, haciéndose hijo en la carne de una Virgen.

¿Qué decir de las implicaciones que tiene sobre nuestras vidas esa Arca de lo imposible? Desde la certeza de su maternidad divina y de su perpetua virginidad es más fácil, por apuntar solo un ejemplo, derrotar al miedo. ¿Qué angustia, recelo o aprensión, por real que parezca, no palidece ante la presencia del Dios que ha convertido a la virgen en su Madre? ¿Qué se le puede escapar a ese Dios que, a semejante poder, suma unas entrañas que se estremecen de compasión (Os 11,9)? ¿A ese Dios que nos lleva tatuados en la palma de sus manos (Is 49,15), que siente ternura declarada por sus criaturas (Sal 103,13), que ha prometido consolarnos como la madre consuela a sus hijos (Is 66,13), que nos ha amado con amor eterno (Jr 31,3) y que, en su locura de amor, nos ha llamado preciosos y valiosos a sus ojos (Is 43,4)?

 

Akáthistos

El Arca de lo imposible es el refugio de la fortaleza para cualquier cristiano. Mirando a María, nuestra fragilidad se transforma en gracia por el único y auténtico poder que existe: el del amor absoluto de Dios. Porque solo para Dios nada hay imposible (Lc 1,37). Y nada es nada. Y solo Dios es Dios y emplea esa capacidad infinita para el único fin que da sentido a todo poder: el amor.

No es de extrañar que, ya desde el siglo V, los cristianos alabaran a Dios ensalzando a María y recordándonos de manera bellísima estas verdades:

«Salve, por ti resplandece la dicha;

Salve, por ti se eclipsa la pena. (…)

Salve, tú sola has unido dos cosas opuestas;

Salve, tú sola a la vez; eres Virgen y Madre. (…)

Cómo ha sido posible no entienden,

ser tú Virgen después de ser Madre».

(Akáthistos, himno a la Madre de Dios)

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