Pintura en tonos dorados de J. Kirk Richards, y en la que representa la escena bíblica del lavatorio de los pies.

The Greatest in the Kingdom (s. XX) J. Kirk Richards.

 

Dios se revela y, por gracia, el hombre responde a Dios con la fe. Al acogerle a Él y su don de salvación, le confesamos como Creador y Salvador. Somos criaturas que existimos por Dios, y que hemos sido rescatados del mal por nuestro Salvador. Esto es adorar a Dios: alabarle y humillarnos en silencioso respeto ante la presencia de Dios “siempre mayor”. «La adoración es algo que te desnuda y te presenta ante Dios tal cual eres» (Papa Francisco).

 

La adoración

La adoración es expresión de la fe. Y como primera actitud del hombre creyente, se hace presente en la liturgia y se prolonga no solo en los tiempos de oración —de manera explícita en la adoración eucarística— sino también en la vida cotidiana. Se trata de adorar y conservar permanentemente el espíritu de adoración. Así la adoración determina tan radicalmente nuestras decisiones y tareas que, en la práctica, marca un estilo de vida: la fe nos lleva a vivir adorando.

En la adoración se renueva la vida del creyente y permanece actual la voz de Dios. Allí el cristiano encuentra su vocación sin engaño y sin rebaja, porque adorar es remitir a Dios todo, el cielo y la tierra, nuestro pasado, presente y futuro. En la adoración finalmente desaparece el ego tan molesto y aburrido, porque le entregamos a Dios todo lo que somos para que Él nos haga como quiere, liberándonos además de la servidumbre del pecado y de la idolatría del mundo.

 

Decir sí

«Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc 10,21). «Sí, Padre», dice Jesús. Decir: sí, Padre, es también adorar. Hay un sí del amor eterno de la Trinidad que nos trae el Hijo de Dios al encarnarse y vivir en la tierra. Nos trae su adoración eterna, con que responde eternamente al amor del Padre. Funda de esta manera la oración cristiana, que esencialmente es un sí adorante. Un sí como el de María. De hecho, el cristiano toma su propio sí, por gracia del Espíritu Santo, del sí de Jesús al Padre y del sí de María al ángel Gabriel.

Como forma de oración y como espíritu con el que se vive, la adoración «en Espíritu y verdad» (Jn 4,23) nos va convirtiendo interiormente, y, por desbordamiento hacia fuera, podrá también transformar nuestros ambientes, las familias y la sociedad. Nos dice el Papa Francisco: «aunque parezca obvio, recordemos que la santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración» (G.E. 147).

La adoración consigue que el amor tenga realmente el primado en nuestra vida, porque quien ha puesto todo en manos de Dios, dispuesto a quedarse sin nada propio, puede ofrecer a los hombres lo que recibe de Dios. Eso es amar: darse y dar de «lo que tiene» (E.E. 231), es entregarse y servir al prójimo con el amor de Dios recibido en la adoración. Quiera el cielo que nuestras obras de misericordia, que el servicio de los laicos en el mundo mediante el desempeño de sus actividades temporales, que toda tarea del cristiano, sean fecundados con la adoración.

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