Fotograma de la película «El niño de la bicicleta», 2011

En la película francesa El niño de la bicicleta, el pequeño Cyril se escapa del hogar de acogida para volver a la casa donde vivía con su padre. Al llegar, llama al telefonillo y una voz extraña le responde: «¿qué quieres?» y él contesta simple y llanamente: «quiero entrar en la casa de mi padre».

Este diálogo, aparentemente banal, está cargado de un singular dramatismo y expresa en pocas palabras uno de los más íntimos deseos del corazón del hombre: entrar en la casa de su padre.

¿Y quién es este padre? ¿Por qué anhelamos estar en su presencia? Parece no haber dudas en el caso de la madre, que acoge la vida de su hijo incluso antes de su nacimiento. Ella ha dicho sí a su existencia, le ha dado todo lo necesario durante el embarazo y sus primeros meses de vida. Con ella, percibiendo su sonrisa y experimentando sus cuidados, el bebé de momento parece no necesitar más. ¿Y el padre? ¿Qué papel juega? Por citar alguna de sus múltiples formas de cuidar en esta primera etapa, el padre está presente aparentemente en un segundo lugar, invisible y discreto pero imprescindible, pues es quien posibilita que la relación de la madre con el niño se pueda dar. Crea en torno a ellos un espacio tranquilo, amable y cómodo en el que madre y niño pueden moverse con libertad, sabiéndose cuidados y protegidos.

Parte del buen desarrollo del niño es facilitarle la futura separación, ayudarle a fijar su lugar, establecer los límites, acompañarle en el descubrimiento de lo que hay más allá de los brazos de su madre; ponerle en relación con el mundo que le rodea. Ésta es la misión del padre. Cogido de la mano firme de su padre, el niño se aventura y recibe la posibilidad de vivir según su propia identidad. A partir de esta relación va descubriendo quién es, de dónde viene y a dónde va. Es difícil atreverse a dar los primeros pasos de forma independiente sin tener claro dónde agarrarse en caso de tropezar. Es por ello que Cyril vuelve siempre en busca de su padre; no importa cuántas veces le haya perdido la pista.

Así, el padre no queda reducido a una noción teórica, sino que tenemos en nuestra vida experiencia de su presencia. Padre no es sólo el que engendra; podemos existencialmente tener noticia suya a través incluso de otras figuras, como un abuelo, un tío, un maestro, un sacerdote, o cualquier referente que haya significado para nosotros esa roca segura a la que podemos volver siempre; pues como afirmó Benedicto XVI «la figura paterna ayuda a comprender algo del amor de Dios».

Pero ¿y si en algún momento nos ha faltado esta presencia? Entonces sería bueno recordar que todos tenemos un origen santo (es decir, un origen bello, bueno y verdadero), independientemente de si somos conscientes o no de ello, pues Dios ha pensado en cada uno de nosotros desde toda la eternidad, con nombre y apellido. Nos ha creado, cuidado y acompañado toda nuestra vida, como ese padre amoroso que vela por el crecimiento de su niño. Somos únicos e irrepetibles; sólo nos queda atrevernos a reconocerlo y aceptarlo.

En la medida en que se nos ayude a tocar ese origen santo, con más facilidad llegaremos a ser nosotros mismos, a alcanzar aquello para lo que hemos sido creados y por fin satisfacer nuestro deseo más profundo: entrar y descansar en la casa de mi Padre.

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