Quien no conoce las Escrituras, no conoce a Jesús. Quien no ama las Escrituras, no ama a Jesús. Gastemos tiempo en una lectura orante de la Palabra. En auscultar en ella qué quiere Dios para nosotros y nuestro pueblo. Que todo nuestro estudio nos ayude a ser capaces de interpretar la realidad con los ojos de Dios, que no sea un estudio evasivo de los aconteceres de nuestro pueblo, que tampoco vaya al vaivén de modas o ideologías. Que no viva de añoranzas ni quiera encorsetar el misterio, que no quiera responder a preguntas que ya nadie se hace y dejar en el vacío existencial a aquellos que nos cuestionan desde las coordenadas de sus mundos y sus culturas.

Contemplar su divinidad haciendo de la oración parte fundamental de nuestra vida y de nuestro servicio apostólico. La oración nos libera del lastre de la mundanidad, nos enseña a vivir de manera gozosa, a elegir alejándonos de lo superficial, en un ejercicio de auténtica libertad. Nos saca de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una experiencia religiosa vacía y nos lleva a ponernos con docilidad en las manos de Dios para realizar su voluntad y hacer eficaz su proyecto de salvación. Y en la oración, adorar. Aprender a adorar en silencio.

Seamos hombres y mujeres reconciliados para reconciliar. Todos somos pecadores y necesitamos del perdón y la misericordia de Dios para levantarnos cada día; Él arranca lo que no está bien y hemos hecho mal. Así es la fidelidad misericordiosa de Dios para con su pueblo, del que somos parte.

Homilía, 9 de septiembre de 2017

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