Son muchas las relaciones e interacciones que establecemos cada día con otras personas. Los medios de comunicación, Internet, las redes sociales, etc. incrementan exponencialmente las posibilidades de interrelación y también los ámbitos de influencia. Pero sabemos que influir no es lo mismo que educar; entonces ¿qué es lo que hace que una persona sea un buen educador? ¿qué educadores querríamos hoy para nuestros amigos, hijos, compañeros de trabajo, padres…?

Amigos viendo una puesta de sol en un lago.

Una relación educativa nos enseña a vivir.

Un recordatorio del significado de educar nos puede ayudar a resolver tal cuestión. Educar proviene del latín educere, que significa guiar, conducir. También en el sentido de sacar hacia afuera lo mejor de uno mismo; en definitiva, ayudar al otro a ser él mismo. Desafortunadamente, esto estaría muy alejado de lo que hoy algunos persiguen con la educación: reducirla exclusivamente a la transmisión de conocimientos y capacidades técnicas, perdiendo de vista el amplio y rico sentido de la verdadera educación, que tiene mucho que ver con crecer y muy poco con acumular éxitos.

Creemos que la tarea de educar no sólo se reduce a la educación formal en la escuela y a la labor de los padres (ambas imprescindibles por supuesto); sino más bien, a toda relación positiva; todo contacto en que se dé una afirmación y respeto hacia el otro trae consigo un proceso educativo. Así, un buen amigo, un compañero de trabajo, un atento vecino, un familiar, pueden llegar a ser determinantes en nuestra vida.

Estas relaciones educativas en muchas ocasiones no corresponden a una tarea explícita o consciente de educar, sino que se dan espontáneamente: es esa persona, su modo de vivir, su modo de relacionarse, su manera de entender los diversos acontecimientos, lo que incide en la sensibilidad del otro, le interpela, le cuestiona e incluso le transforma. Y es entonces cuando se experimenta la verdadera libertad, cuando uno se siente un poco más él mismo.

Por tanto, una relación educativa es aquella capaz de enseñarme a vivir. Y esa persona que me hace crecer tiene una forma, un sentido último que rige todas sus palabras y acciones; su vida misma es la que educa a quien entra en relación con él con un mínimo de apertura. Lo hace respetando la libertad del otro, mostrando, guiando, sin imponer ni coartar, porque reconoce que más allá de sí mismo hay algo de misterio, un valor único que no puede —ni debe— controlar o pretender conquistar. Así el buen educador refleja una mirada positiva y amorosa sobre el educando, invitándole a contemplar las cosas y su propia existencia con verdadera apertura de corazón.

Dicho esto, tal vez cabría aquí preguntarse: ¿soy consciente de la dimensión educativa de mis relaciones personales? ¿Tengo en cuenta que mis palabras y mis actos pueden tener un efecto en el otro que no soy capaz de controlar? Es tarea de cada uno intentar responder humildemente y tratar de actuar en consecuencia.

 

 

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